Conviene empezar cuanto antes, a ser
posible en la habitación misma de la clínica de la maternidad, ya que es
aconsejable que el futuro lector esté desde que nace rodeado de palabras. No
importa que, en esos primeros momentos, no las pueda entender, con tal de que
formen parte de ese mundo de onomatopeyas, exclamaciones y susurros que le une
a su madre y que tiene que ver con la dicha. Poco a poco irá descubriendo que
las palabras, como el canto de los pájaros o las llamadas del celo de los
animales, no son sólo manifestación de existencia sino que nos permiten
relacionarnos con lo ausente. Así muy pronto, si su madre no está a su lado
echará mano de ellas para recuperarla en su pensamiento, o si vive en un pueblo
rodeado de montañas les pedirá que le digan cómo es el mundo que le aguarda más
allá de esas montañas y del que no sabe nada.
Por eso los adultos deben contarle
cuentos y, sobre todo, leérselos. Es importante que el fututo lector aprenda a
relacionar desde el principio el mundo de la oralidad y el de la escritura. Que
descubra que la escritura es la memoria de las palabras, y que los libros son
algo así como esas despensas donde se guarda todo cuanto de gustoso e
indefinible hay a nuestro alrededor, ese lugar donde uno puede acudir por las
noches, mientras todos duermen, a tomar lo que necesita. A estas alturas habrá
hecho un descubrimiento esencial, que existen palabras del día y palabras de la
noche. Las palabras del día tienen que ver con lo que somos, con nuestra razón,
nuestras obligaciones y nuestra respetabilidad; las de la noche con la
intimidad, con el mundo de nuestros deseos y nuestros sueños. Y ése es un mundo
que necesariamente se relaciona con el secreto. Por eso, el adulto no debe
hablar demasiado al niño de los libros, ni abrumarle con consejos acerca de lo
importante que es leer, porque entonces éste desconfiará. La madre que guarda
en la despensa los dulces que acaba de preparar, no lo proclama a los cuatro
vientos, y así los vuelve más codiciables. Las palabras de la literatura tienen
que ver con ese silencio, con lo que se guarda y tal vez hay que robar, nunca
con lo que nos ofrecen a gritos, y mucho menos a la luz del día, donde todos
pueden vernos. El futuro lector, en suma, debe ver libros a su alrededor, saber
que están ahí y que puede leerlos, pero nunca sentir que es eso lo que todos
esperan que haga. Sería aconsejable, si me apuran, que los padres no los
tuvieran demasiado a la vista, sino que los guardaran dentro de grandes
armarios, que a ser posible mantendrían cerrados con llave. Aunque de vez en
cuando se olvidarían esa llave, o de cerrar esos armarios, dándole al niño la
opción de llevarse los libros cuando nadie les viera. Pero lo más importante es
que el niño vea a sus padres leer. Discretamente, sin ostentación, pero de una
forma arrebatada y absurda. El rubor en las mejillas de una madre joven,
mientras permanece absorta en el libro que tiene delante, es la mejor
iniciación que ésta puede ofrecer a su niño al mundo de la lectura.